La bicicleta

Mi casa tiene un patio de piedras. Mi casa tiene un bosque detrás. Adelante está mi puerta, atrás el bosque. Junto a la puerta están las piedras, sobre las piedras ando yo. En bicicleta me muevo, rodando y girando sobre las piedras y a veces por el bosque detrás. Junto a mi puerta espero y me espera, a que se abra y me abra, pero no se abre y sigo la espera, dando vueltas frente a la puerta. En la casa está mi abuela, tejiéndose del frío, porque es otoño, y en otoño es mejor no salir. Me gusta la puerta, ver quién llega y quién se va. Quién llega. Pero no llega nadie y sigo dando vueltas. Mi bicicleta es azul.

Si llueve no se puede salir. Si llueve, no. Porque la lluvia moja y uno se puede enfermar. La lluvia es triste adentro, cuando no puede salir y su bicicleta se queda afuera, en el agua que la va a enfermar. Todo se moja y él no. Pero hoy hay sol y sale a andar. Da vueltas y vueltas en el frente de la casa, donde las piedras esconden un musgo suave que de cerca se ve como pasto de invierno. Anda y la tristeza un poco se va, la tristeza de la tarde larga. Su abuela vive adentro con él, lejos de la lluvia. Ella tampoco se quiere enfermar.

El niño gira y gira sin el agua, con ruedas y una puerta, un portón que no se va. Es el tiempo cuando empieza el frío: el otoño se arrastra y su rastro de humo se empieza a notar, especialmente a la tarde y a la mañana, especialmente cuando se nubla. Hoy el sol es de otoño, que viene y se va. Siente frío. El mundo se ha destemplado y las hojas se empiezan a volar. La tarde se estira inmensa y solitaria. Entre las piedras del suelo busca por un rato, arranca el musgo y se maravilla de ese mundo verde y suave que se encarna donde no se puede vivir. Sigue atento a la puerta que no se abre, y no se abre, como no se abre el pecho que se cierra temeroso sobre cierto musgo que no se ve. La bicicleta lo lleva lejos de sí, un poco más allá, aunque no salga. El niño está encerrado y no quiere salir. Está afuera con la bicicleta y su abuela adentro teje. ¿Su abuela? Sí, su abuela materna lo cuida como a un hijo perdido que ha regresado. La bicicleta, nene, le dice, te vas a caer. Pero él no sabe lo que es caer. Porque la abuela es vieja y si se cae se puede morir, pero él es un niño. Él también puede morir y nunca se cayó.

Ese musgo triste duele, porque es suave y se rompe fácilmente, duele como una piel. Son cosas que se esconden en la piedra, en lugares oscuros y húmedos adonde el agua se siente pero no se ve. Ellos rehuyen el agua, la abuela y él, los que pueden morir, lo que los puede matar. Ahora está afuera con su bicicleta y su abuela adentro teje. ¿Quién teje el mundo? Aquí no hay montañas ni ríos, sólo el musgo, la piedra y las ruedas una y otra vez. El niño da vueltas y vueltas, afuera y adentro, no pierde la puerta. El sol le pasa por arriba, fugaz en el otoño, da más tristeza que calor. Ahora no sabemos qué hacer. La puerta sigue ahí. La luz se esconde de a poco. El niño está cansado. La abuela adentro lo espera y la tarde se va. Cansado, el niño se sienta. Le pesa su pequeño cuerpo. Apoya la bicicleta en el piso y se acomoda en el último escalón, frente a la puerta. Mira las piedras, el musgo, la bicicleta sobre las piedras frías. Con sus manos se abraza las rodillas y recuerda las caricias de su madre en el pelo, cuando era de noche y él se estaba por dormir. Como una pequeña momia apoya la cabeza sobre las rodillas y se enrosca hasta sentir las caricias tibias en el pelo. Así se hunde suavemente en la intemperie de la tarde y se duerme sin querer.

Despierta con frío, las manos de la abuela le toman los hombros. Vamos querido, te vas a enfermar. Se para incómodo y entra junto a la abuela. Adentro la luz es poca, se desvanece lo último del sol y sólo queda la lámpara de pie, junto al sillón donde la abuela ha estado tejiendo. Lo demás se va perdiendo en la oscuridad. Tiene frío. Se acuerda de su bicicleta. Tengo que entrar mi bici, abuela, le dice molesto. No le gusta que quede afuera, se arruina. No importa, dejala y mañana la entramos, nene. Vení, sentate que te doy de comer. El niño se sienta como subiendo una montaña. Quiere ir pero ya es de noche. Su bicicleta está afuera y toda la oscuridad pesa sobre él, está terriblemente cansado. Mira entonces la enorme mesa con su plato: el agua, la polenta, el caldo de la abuela y un pedazo de pan. Comé, querido. No quiero. ¿Qué pasa, nene? La cabeza se vuelca hacia abajo levemente y el llanto brota inevitable, ya no lo puede contener. La abuela afligida lo lleva como puede a la cama mientras el niño se hunde en su costado. La polenta queda sola en la mesa silenciosa. El niño llora sin consuelo y se duerme con la abuela sentada a sus pies. Afuera, la bicicleta se moja. La almohada también.

La almohada y la bicicleta. El niño y la abuela. El agua. Madre. ¿Quién va a morir? La madre se ha ido, no está. Llueve y no salimos. Hay sol y salimos. Es otoño y hay que abrigarse, no salir. La noche, la noche es oscura y el pequeño cuerpo cansado quiere que lo cuiden, que lo dejen caer, que lo dejen crecer. La abuela va a morir porque es vieja. El niño debe vivir. Entre las hojas muertas, rojas y amarillas, pasa el agua limpiando el barro, haciendo el barro y brotando de la tierra como humo al aire oscuro que pesa el otoño alrededor. ¿Quién teje el mundo? Sale el sol y las hojas bajo el agua se ven. En los charcos profundos se ven. Hojas secas bajo el agua. No llego al agua. Voy a morir. Estoy atrapado en lo más seco, en lo más alto, en el temor de salir. El calor, pobre abuela, me está empezando a ahogar. La puerta me está empezando a ahogar. Pobre abuela que va a morir y me tiene que ver niño y muerto antes que ella. El humo del otoño llega como agua hasta la puerta. El musgo sangra y sangra sin hablar.

El agua está afuera. Está en todos lados y no se puede salir. Está adentro y no se puede salir. Nos ahogamos adentro hasta que el agua nos saca muertos y quedamos más allá, tirados en la playa de barro. Entre las hojas secas nos movemos siguiendo surcos de agua, remontando ríos invisibles en el humo del otoño hasta los charcos profundos, donde los pájaros van a beber. Mi abuela ya se muere y yo la llevo de la mano a que beba, que baje hasta los charcos con los pájaros, que avance entre las hojas como yo. Las raíces nos marcan el camino hacia la tierra, de donde entramos y salimos como agua, siguiendo al agua que sigue siempre, arriba y abajo, entre las hojas y el aire, en la luz. Finalmente llegamos, vemos: el agua, la luz, el sol. En el silencio de la tarde nos miramos y mi abuela empieza a llorar. Sus lágrimas caen en el agua de un charco y se mira en el agua deshaciéndose. Se ve sobre las hojas del fondo temblando y sonríe y me sonríe a mí. El agua va entrando, de a poco, en nuestra casa. El niño debe vivir.

Por la mañana todo está mojado y el sol lo hace brillar. El niño también ha mojado el mundo y la abuela, preocupada porque ya está grande para eso, tira las sábanas a lavar. El niño pronto sale al sol, donde todo sube al cielo invisible y el aire frío de la noche se calienta. Con un trapo seca su bicicleta y enseguida la vuelve a mojar y se salpica andando por el pasto. No sabe qué hacer. La mañana brilla fría bajo el sol. Quisiera que ese árbol fuera un bosque, y esa loma una montaña, y que todas las gotas hicieran un río, lleno de peces brillantes y grandes piedras, adonde él pudiera saltar y ser un indio que caza y pesca, o tal vez ser uno con su bicicleta y andar ese mundo entre rocas, aguas y montañas, esquivando pinos a gran velocidad. Frena. Se apoya en el tronco con una mano, haciendo equilibrio sobre la bicicleta y mira su casa lejana. Junta fuerzas y recorre la pequeña cuesta hasta la casa, marcando su huella en el pasto y espantando unos pájaros azules que habían bajado a comer. ¿Son tordos los azules? Ahora se van como un milagro que desaparece y quedan unos pocos grises nada más.

Mi abuela me busca y no estoy, me he ido cuesta abajo hasta un árbol, pero vuelvo en la noche y le digo: vamos, abuela, bajo las estrellas se ve. Se abriga mi abuela y vamos, en silencio cuesta abajo, y algo vendrá, algo de lo oscuro, algo nos hará seguir aunque no veamos más que el cielo, aunque el miedo nos mate fuera de la luz.

Si llueve no se puede salir. Si llueve, no.

El niño arma un rompecabezas. No lo arma. La imagen destruida lo desarma y no puede seguir. Debe haber perdido una pieza. Perdió una pieza y lo vuelve a guardar. El niño. La hora de la siesta lo obliga a refugiarse, pero no hay refugio para él. La hora de la siesta es el silencio insoportable. Rompecabezas. El niño arma las horas segundo a segundo. Se desarma. Es el enorme desierto donde todo muere, donde sólo los héroes pueden vivir. El niño sueña con ser un héroe en el desierto, alguien que no sufra y que en las películas todo le salga bien. Busca su bicicleta como en sueños. La hora sigue ahí.

La bicicleta está tirada y no tiene ánimo de levantarse. El niño la palmea un poco, se sube y amaga a pedalear, pero el giro es breve y vuelve al piso. ¿Qué engendra el otoño en esta tierra muerta? Entre las hojas secas, bajo el agua, el barro. La abuela teje y de a ratos sueña. Algo va naciendo de su vientre, de sus manos, alguien. Es un cuerpo conocido que se ha ido: juguemos en el bosque, le cantaba, mientras el lobo no está. Pero en el sueño ya no canta y los lobos vuelven y la vuelven a agarrar. El silencio le duele en las entrañas. Sólo pide, una y otra vez, por el niño, que se apiaden. Sus manos tejen poco a poco una verdad: no puede hablarle de los lobos en la noche. Se despierta y reza una plegaria. De a poco el sueño se le va.

Caen las hojas y caen los días, perdidos en una inmensa tarde que se traga el antes y el después. El niño espera. Torpemente trae la noche y el día, algo que no sea tarde eterna, algo que lo saque de esa luz sin cuerpo. De noche se levanta y se pierde en la noche. La oscuridad lo traga y no sabe adónde ir. No hay abuela, ni madre, ni puerta. De la oscuridad no se puede salir y en el suelo hay charcos negros que lo miran. Hay frío y desesperación. La puerta. Es como un sueño del que no se despierta y cuando despierta está solo en lo oscuro. Sabe que no está en su cama. No sabe cómo llegó ahí.

Llueve. La abuela teje. Sobre el vidrio frío brota agua sin permiso y lentamente se empieza a mover. El calor de la casa se hace agua en las ventanas y en los techos. En nuestro pequeño universo las vertientes empiezan a nacer. Siento una gota en la cabeza y miro hacia arriba. No hay nada. Sí, veo: en la madera crecen gotas y desaparecen. Miro a la abuela: teje bajo la lámpara, ella no se moja. Estoy sentado en el piso mirando una revista. Cae otra gota, en mi mano. Ahora miro el agua, la busco: junto a la puerta ha crecido un pequeño charco. Cuando lo vuelva a mirar será un lago, un río. Las gotas del techo aparecen más seguido y caen. La madera cruje oscurecida, brotes silenciosos empiezan a nacer. Siento un pie mojado y descubro que el lago de la puerta llega hasta mí. Miro a la abuela imperturbable y no la alerto. El techo parece cubierto de estrellas o estalactitas que caen y vuelven a nacer, brotan como lágrimas. El viento se siente fuerte contra puertas y ventanas. Escucho goteos y ríos que no se ven. Pero sí se ven. Desde la cocina veo asomarse otro lago a espaldas de la abuela. La mano se me moja. En la viga del techo veo nacer un brote y la madera tiembla como un canto. Mi revista ya está bajo el agua y miro en el lago una sombra fugaz que resulta ser un pez. El techo está definitivamente floreciendo: pequeños tallos verdes con flores blancas van cubriendo la madera que canta como un barco que vuelve al mar. Se huele la lluvia en el aire y la abuela sigue con su manta y su lámpara, tejiendo el mundo sin saber. No me importa mojarme y sigo contento a una trucha que entra y sale de abajo de la cómoda. El viento sopla más fuerte de repente y caen algunas flores blancas del techo. La ventana está abierta, y la puerta, y la casa. Sólo la abuela está en lo alto y prefiero no decirle nada para no alarmarla: me acerco empapado y sin molestarla le pongo otra manta sobre los hombros, porque la humedad le puede hacer mal. La abuela duerme, teje sueños. El agua brota indiferente en su universo, apareciendo en techos y paredes. Las paredes se agrietan: nacen plantas imperceptibles al principio y como hilos después. Sólo la abuela teje en sueños, en lo alto. Yo me pierdo siguiendo peces fríos, jugando. Mi abuela despierta entonces y desde el agua la miro: cerrá esa ventana, nene, que te vas a enfriar, me dice, y yo cierro esa ventana que el viento abrió una tarde de tormenta. Tomo mi revista y la cierro. Mi abuela no se da cuenta de que tengo mojados los pies.

Puerta, puerta, puerta. La puerta no se abre. No llega nadie. Nadie se va. Vuelta y otra vuelta, vuelta y otra vuelta. Más allá, más acá.

Abuela, no digo nada. Abuela, tengo miedo, no digo, y la miro azul como el mar y la noche. Abuela, trae el mar, deja entrar el mar. Abuela, escribo cuando ya no existe: el niño y su bicicleta azul. Pero el desierto existe, y el silencio y las palabras. Él no es un héroe. Escribe cosas que no existen. Las palabras existen. Abuela, tengo sed.

Llueve. La bicicleta se moja. Yo no. Abuela, digo, ¿puedo salir? ¿Estás loco, nene? Cuando se duerme en su silla salgo igual y me acuesto en el barro boca arriba. Nunca vi la lluvia así: cae. Yo me caí, mi bicicleta también. Patinamos en el barro y caímos sin más. El agua me entra por los ojos y la nariz. Abro la boca, es dulce. Los árboles altos suben, la lluvia baja. La abuela sueña que es joven y me escucha gritar con otros niños en la calle, en el bosque, mientras el lobo no está. ¿Lobo está? Mi bicicleta y yo sobrevivimos al agua y la tormenta, el asiento de cuero se pudrió.

Mi abuela está preocupada, yo le digo que no va a volver a pasar. Si llueve no se sale. Si llueve, no. Y si llueve adentro no salimos: nos ahogamos y ya. Tejemos en la silla hasta quemarnos, esperamos la inundación. Abuela, tengo miedo. Abuela, ¿dónde está? La tierra está en otoño. Me acuesto entre las hojas, me acuesto en el barro. Todo se moja y yo me mojo. En la voz, adentro, el musgo. Las voces que no encuentro en este secreto que la tierra guarda. Los ríos, los ríos. La noche, la noche. Vamos, abuela, con las estrellas se ve. Sigamos por ríos invisibles. Acércate a beber.

Otra vez secos, otra vez en lo alto del fuego. Mi abuela me mira y yo la veo mirar. Me ve lejos, en las calles. Nunca me fui. La puerta me espera. La puerta se fue. Yo me fui. Grito con otros niños. Grito mamá y viene del cielo más suave a hacerme dormir. Grito y no viene. Grito y viene el agua de mis ojos y mi abuela llorando detrás. Es una tragedia, hermosa, yo gritando con mi abuela, haciendo mares en mi casa. Mi madre viene y me llena el pecho de sueños, de tierra suave. Mi madre no está. Mi bicicleta está afuera. Ya pasó.

Las hojas secas. El agua. Las hojas. Abuela nada más. Camino nada más. La mañana. Helada mañana. Pastos altos mojados bajo el sol. Montañas nada más. Apenas el sol. Andamos camino. Avanzamos. Mi bicicleta y yo. Sobre las piedras y el musgo. Madre nada más. En los caminos helados. Alguien. Mojado hasta las piernas. Los pedales patinan bajo mis pies. Mojados. Subimos la cuesta sin caernos. Sin aliento. Todo el aire está allí. El campo inmenso que nadie ve. Madre en la niebla. Madre nada más. Tierra húmeda de otoño. Ríos, abuela, ríos que no se ven. La noche. Río de la noche. La lluvia de la noche me desborda, los mares, abuela, ven a beber. Y bajo hasta los charcos hondos de los pájaros. Entre las hojas avanzo hasta el sol. Se deshace en el agua, mi abuela de barro. Se deshace mi voz. ¿Quién teje el mundo? Acércate a beber. Madre en la noche. Sigo subiendo, con la bicicleta en mano, voy a llegar. La noche, con la luna alta de otoño. Luna blanca en lo alto. Luna nada más. Niño nada más. Escucho ríos, abuela, ríos que no se ven ¿Quién teje el mundo?

Ahora cierro la puerta. No apagues la luz. ¿Adónde se los llevaron? Ahora cierro la puerta y no queda nadie más. ¿Adónde la llevaron? Ahora cierro la puerta. No. El niño. No apagues la luz. Cierro la puerta. El día se acabó. La noche. Los lobos.

Puerta, puerta, puerta. La puerta no se abre. No llega nadie. Nadie se va. Vuelta y otra vuelta, vuelta y otra vuelta. Más allá, más acá.

La bicicleta. La noche. Llueve. El niño. Siente. Las palabras. En la noche. Se las llevaron. Niño en la noche. Madre en la noche. Sus manos. Se las llevaron. En la noche. Llueve. Llueven piedras. Llueve todo el cielo y las palabras salen. Salen como sapos. Llueve la tierra y los sapos salen. Quedan en el campo. En la noche. Las palabras. Los sapos. Se los llevaron. ¿Dónde están? El niño. Escucha. La abuela. En silencio. Llueve. Se los llevaron. Escucha. En la noche. En la niebla. Llueve. Si llueve. Si llega. No salimos, abuela. Abuela, no. Tejemos hasta quemarnos. La tierra. Los ríos. Las sombras. No salimos. Si llueve. No. La noche. El agua. Ven a beber, abuela. En la noche. A los pozos hondos de la noche. Llegará. Mi abuela de barro. Se deshace. Mi voz. Llegará. El agua. La luz. Esta tierra muerta de otoño. Llegará. El cielo. El agua. El niño. Niño en la noche. De a poco. El niño y la tierra. De a poco la tierra. Madre. En la noche. Florece en la noche. En silencio. La madera. Teje en silencio. Los sueños. El agua. La bicicleta. La noche. El agua. De a poco. La noche. De a poco. Azul. La luz. El mar.

Mi casa tiene un patio de piedras. Mi casa tiene un bosque detrás. Adelante está mi puerta, atrás el bosque. Junto a la puerta están las piedras, sobre las piedras ando yo. En bicicleta me muevo, rodando y girando sobre las piedras y a veces por el bosque detrás. Junto a mi puerta espero y me espera, a que se abra y me abra, pero no se abre y sigo la espera, dando vueltas frente a la puerta. En la casa está mi abuela, tejiéndose del frío, porque es otoño, y en otoño es mejor no salir. Me gusta la puerta, ver quién llega y quién se va. Quién llega. Pero no llega nadie y sigo dando vueltas. Mi bicicleta es azul.

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