Serbia y Montenegro

Cuando yo no nacía aún la vida era agua y era bella. Mi madre joven me paseaba por un mundo de luz y tibia oscuridad. Serán veintiocho años en poco tiempo. Ahora el invierno se acerca y algo se repite como entonces: es verano en Alemania y se está jugando el Mundial. Acá no era verano y era invierno, era otra tierra y otro tiempo, pero jugábamos, como se juega ahora en la distancia.

Mi madre estaba una tarde tranquila pensando que mi hermano no quería comer. Se paró entonces y la panza le pesaba. Caminó con una mano en la espalda hacia el sol y la cortina, y corrió lentamente la sombra sobre mi hermano que dormía, el pequeño franciscano aún que el sol iba a despertar. La sombra era cálida y medio anaranjada, todavía el frío no era. Todavía el invierno crecía sin saber.

En Alemania hace calor. Jugamos en Gelsenkirchen. Es un problema pronunciar estas palabras y hablar y que a uno no lo entiendan. Yo hablo como un periodista, como si supiera qué pasó. Pero no sé. Me voy enterando, más o menos. Argentina ganó, ahora, seis a cero contra Serbia y Montenegro. Pero parece que Serbia ya no es Montenegro. Ha habido una guerra y no supimos. Ha habido muertos. No sabemos quiénes ni dónde. No es justo morir sin saber adónde. Serbia ya no es Montenegro y los límites se pierden en la distancia. Los enemigos son de repente cercanos, demasiado cercanos como para creerlos, pero son, como la guerra, aunque no sepamos.

Una tarde la cortina naranja ya estaba negra y de repente nos despertamos porque había llegado alguien, de tarde, casi noche, y la luz se había ido, cada vez más, cerca del invierno. Alguien había llegado afuera y no prendimos la luz ni las voces, porque mamá hablaba bajito y le decía a mi hermano que no era nada, que no venían acá y menos mal porque yo sentía ya la sombra invernal que nos comía como si mi madre hubiera tomado hielos sin querer.

En Serbia la luz se pierde también en la tarde. Las voces lentamente se silencian, se pierden. Montenegro está cerca, demasiado cerca. Las voces hablan y entendemos, pero no queremos entender lo que dicen. Como un gemido perdiéndose en la tarde. Como una madre a punto de parir. ¿Dónde naceremos? ¿Dónde vamos a morir? Los soldados se acercan en la tarde. Son nuestros los cuerpos y de ellos. No queremos entender nuestras voces y lloramos las palabras como gritos. El gemido se acelera hasta morir sin saber adónde en la tarde. Sin saber. ¿Dónde vamos a nacer?

Hubo una guerra y no supimos. Los límites se pierden en la tarde como sombras. Las voces se oyen, nos oyen. Alguien había llegado afuera y no prendimos la voz ni las luces, porque mamá hablaba bajito y le decía a mi hermano que no era nada, que no venían acá.

Ahora en Alemania hace calor. Acá es invierno y frío.

En Serbia las madres salen pariendo niños en la tarde. Esperando que las balas no lleguen; esperando que alguien sepa su dolor. Pero no sabemos. No sabemos dónde vamos a nacer y mientras llueve la tarde se deshace.

En Alemania hace calor. Serbia y Montenegro ya no existe.

Acá hace frío.

Otra vez.

Escuchamos voces. Alguien se va y se lleva los niños. Se van. Es peligroso. Murmuramos las voces. Mi madre, mi hermano. En silencio murmuramos las voces asustadas por teléfono. Ésa era la voz de mi madre hablando asustada por teléfono mientras mi hermano dormía, el pequeño franciscano aún que el sol venía a despertar.

Mi madre también tenía un hermano, pero se iba, por teléfono, a perderse en la distancia. La noche creció entonces sobre todo y callamos. Mi hermano dormía sin saber que algo se perdía para siempre. Así crecía el invierno. Sin saber adónde.

No es justo nacer sin saber adónde.

El Mundial se jugaba entonces como ahora, pero los nombres y las voces eran otros, el frío era otro y cubría todo en un silencio de montañas. Era otra tierra, otro tiempo.

Ella también tenía un hermano, pero se fue y nadie pudo decir adónde.

Los nombres eran peligrosos, como alemanes impronunciables se perdían en la cancha y uno no sabía quién era quién. “Argentina, Argentina”, eso sí se decía, se debía decir, porque andaban demonios y había que defendernos, decían, con ese conjuro.

Decí o te mato: “Argentina, Argentina”.

Así no se puede jugar.

Y la pelota giraba agonizando, volando en el frío de los nombres impronunciables y las listas que llegaban a las voces de relatores internacionales que no entendían bien cuál era el juego al que estaban invitados. Y las bocas obscenas seguían cantando y las inocentes también: “Argentina, Argentina”.

Parece que Serbia ya no es Montenegro y las olas crecen sobre un mar inexistente en la distancia. En Alemania hace calor. Acá hacía frío.

El 25 de junio salimos a la calle porque habíamos ganado: éramos campeones del mundo por primera vez. Así salimos esa tarde, tomados de la mano porque nos podíamos perder. Y ella estaba embarazada y era medio peligroso, pero salimos igual porque habíamos ganado y había que festejar. Y el agua de a poco se movía en sus entrañas y el invierno y el hermano y los niños cada vez más perdidos. Pero su grito se perdía antes de llegar a las voces porque el agua en sus entrañas temblaba incontenible, llena de nombres impronunciables que se ahogaban. Su mano apretaba la mano de mi padre, pero ni la mano ni el pecho ni las palabras pudieron contener todo lo que se derramaba y nos tuvimos que sentar. Mi madre lloraba exhausta conmigo en sus entrañas y todo parecía llover. Yo sentía la lluvia salada inagotable de mi madre y un poco de alivio en el dolor.

El final no se sabe. Esperamos, esperamos y no supimos hasta que terminó.

Ahora el Mundial es otro y mi madre escucha algo en los medios: que ganamos, tal vez, que Serbia ya no es Montenegro, que podemos ser campeones otra vez.

Todo lo que no supimos ha pasado.

En Serbia los niños juegan en la calle. Los nombres son otros y resuenan en el aire y en el agua, como cuando el juego no existía, pero se jugaba, porque siempre se juega si hay un segundo entre las cosas terribles y ocultas.

Mi madre se para y lentamente corre la cortina.

Mi hermano se durmió.

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